Las traductoras

Émilie du Châtelet, representada como musa de Voltaire
Newton publicó, en 1687, Philosophiæ naturalis principia mathematica. Probablemente se trate de uno de los libros más influyentes de la historia de la ciencia al demoler la concepción aristotélica del Universo para sustituirla por una visión mecanicista. Quienquiera que haya intentado leer una de las ediciones modernas de los Principia de Newton se habrá dado cuenta de que, incluso para lectores del siglo XXI con una sólida formación en ciencias, los razonamientos geométricos del maestro de la física siguen siendo un desafío a la inteligencia. Pero es que las primeras ediciones, además, estaban escritas en latín.

Buena parte de los libros de ciencias publicados en los siglos XVII y XVIII estaban escritos en latín, lengua que muchos de los investigadores de la época ni dominaban ni tenían tiempo de aprender. A partir del siglo XVIII los científicos abandonaron el latín y comenzaron a publicar en lenguas modernas, principalmente inglés, francés, alemán e italiano. Pero, claro, la diversidad de lenguas utilizada estaba convirtiendo los círculos científicos europeos en una especia de moderna torre de Babel con serios problemas de comunicación.

Entre los siglos XVIII y XIX buena parte del desarrolló científico se hizo en entornos patrocinados por la clase alta europea. La ciencia se convirtió en una actividad social propia de aristócratas. Pero se trataba de una ciencia amateur, a la que los hombres no podían dedicar todo el tiempo que hubiesen deseado porque, en general, tenían profesiones de las que ocuparse. Lavoisier, por ejemplo, se dedicaba a la recaudación de impuestos.

Las mujeres de clase alta, sin embargo, podían no tener deberes profesionales. Eso les daba la oportunidad (cuando su familia lo había considerado oportuno, cosa que no siempre ocurría) de adquirir una amplia formación en artes, letras y ciencias. La mentalidad de la época, empeñada en que las mujeres carecían del ingenio necesario, les negó la oportunidad de ponerse al frente de ninguna investigación científica durante siglos, pero su formación multidisciplinar las convirtió en una pieza clave en el desarrollo científico de los siglos XVIII y XIX.

Muchas de estas mujeres han sido consideradas popularmente como "musas" de tal o cual conocido científico, como señoras ricas que acogían en sus salones a los intelectuales del momento para mero lucimiento personal. Pero en realidad su trabajo iba mucho más allá: las traducciones de obras científicas de vanguardia que todas ellas acometieron exigía no solo alto dominio de las lenguas sino, además, un profundo nivel de comprensión de las ideas que estaban traduciendo. Probablemente las ideas de Newton no hubiesen sido tan fecundas de no haber sido por la labor divulgativa de Émilie du Châtelet, por ejemplo, a quien incluso Voltaire reconoció como autora de parte de su libro Los elementos de la filosofía de Newton.

En ocasiones la traducción trascendía al original. Los esfuerzos de Marie-Anne Pierrette Paulze para comprender las obras de Priestley y otros defensores de la teoría del flogisto dieron las claves a los Lavoisier para refutar dicha teoría. Los comentarios de Ada Lovelace a los escritos de Luigi Federico Menabrea sobre la máquina de Babbage dieron lugar al primer programa informático. Cuando Mary Somerville tradujo La mecánica celeste, de Laplace, añadió una explicación tan buena de las herramientas matemáticas utilizadas que su edición fue un éxito de ventas, y el propio Laplace llegó a decir que la única mujer capaz de comprender su trabajo era Mary Somerville (un honor para Somerville que, no obstante, revelaba la poca fe de Laplace en el género femenino).

Por si fuera poco las redes sociales tejidas en torno a estas mujeres pusieron en contacto a muchos de los pensadores más importantes de su época. No es casualidad, por ejemplo, que Mary Wollstonecraft, pionera de la primera ola del feminismo, fuese la madre de Mary Shelley, autora de Frankenstein y amiga personal de Lord Byron, padre de Ada Lovelace, quien había sido iniciada en las ciencias por Mary Somerville. No se entiende, por lo tanto, el desarrollo cultural y científico de los siglos XVIII y XIX sin la labor de mujeres como Émilie, Marie-Anne, Mary o Ada.

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