La querelle des femmes

Christine de Pisan (Dominio público)
"Pues no estaba el cardiólogo: había una muchacha". La "muchacha" en cuestión era una cardióloga bastante competente (en mi humilde opinión) a pesar de algún comentario emitido por alguien que se imaginaba que todos los cardiólogos eran señores de cincuenta años. Mi corazón bien, gracias.

La anécdota de la cardióloga me ocurrió hace solo unos tres años, y viene a cuento como ejemplo de que la querelle des femmes no ha terminado todavía. Se conoce con este nombre al debate sobre la capacidad de las mujeres para la ciencia y las labores intelectuales en general.

Es más que probable que este debate sea tan antiguo como la civilización, y que mujeres como Hipatia de Alejandría (Egipto, siglo V) o Trota de Salerno (Italia, siglo XII) tuvieran que hacer valer sus conocimientos frente a los prejuicios de la sociedad, pero no fue hasta finales de la Edad Media cuando la expansión de la industria textil originó, como subproducto, una importante cantidad de papel. Los soportes anteriores al papel, como el papiro o el pergamino, eran costosos de producir y escasos, por lo que su uso era muy limitado y poco de lo que se escribió antes de la expansión medieval de la industria textil ha llegado hasta nuestros días.

Así que la primera escritora feminista de la que tenemos noticia es Christine de Pisan, quien en 1405 escribió La ciudad de las damas. Christine de Pisan recopiló, en su obra, una amplia colección de ejemplos de grandes mujeres (algunas reales, otras mitológicas) para mostrar la valía del género femenino.

A partir de Christine de Pisan la discusión sobre la capacidad de las mujeres se extendió por toda Europa durante los siguientes siglos. En el siglo XVIII la tendencia social era la de que el lugar de la mujer estaba en el hogar, alejándose así del ámbito científico y tecnológico en plena época de la Ilustración.

A finales del siglo XVIII Olympe de Gouges publicaría la Declaracion de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791) y Mary Wollstonecraft publicaría la Vindicación de los Derechos de la Mujer (1792) pero, aún así, la mujer en la ciencia estaba relegada poco más que a ejercer como secretaria, traductora y ayudante de laboratorio, como le ocurrió a Marie-Anne Pierrette Paulze, actualmente considerada como madre de la química moderna pero que siempre trabajó a la sombra de su primer marido: Antoine-Laurent de Lavoisier (con su segundo marido, el conde de Rumford, la relación no llegó a ser tan fructífera).

Durante buena parte del siglo XIX la situación no mejoró mucho. Cuando Mary Shelley (hija de Mary Wollstonecraft) publicó Frankenstein en 1818 lo hizo ocultando su nombre, que no sería hecho público hasta 1823 para que su condición femenina no perjudicase las ventas. Los mejores cerebros femeninos de la época seguían ejerciendo de secretarias y traductoras, sí bien algunas de estas traductoras eran extraordinarias: Ada Lovelace, en sus comentarios sobre la máquina calculadora de Babbage, sentó las bases de la programación informática moderna.

A finales del XIX las mujeres, en muchos países, no podían ir a la universidad. Maria Salomea Sklodowska, por ejemplo, tuvo que abandonar su Polonia natal para ir a estudiar a Francia, país que ya nunca abandonaría. Actualmente la recordamos con el nombre de Marie Curie, ganadora de dos premios Nobel y madre de la ganadora de otro Nobel, pero nunca fue admitida en la Academia Francesa de las Ciencias por ser mujer. En España fue Emilia Pardo Bazán quien, como Consejera de Instrucción Pública, consiguió que el Real Decreto del 8 de marzo de 1910 garantizase el acceso de las mujeres a la universidad.


Iniciado el siglo XX, y con las mujeres en la universidad, las sufragistas centraron el debate sobre objetivos tales como el derecho al voto y la independencia de la mujer respecto al hombre, mientras Virginia Woolf reclamaba Una habitación propia (1929). Oficialmente la querelle des femmes era un asunto resuelto, pero el hecho de que todavía haya quien se sorprenda de que una mujer sea cardióloga demuestra que todavía quedan cabos sueltos.

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